sábado, 10 de diciembre de 2011

El siglo de las luces (Primer capítulo)

Autor: Alejo Carpentier

El siglo de las luces
*Fragmento del libro. Primer capítulo.

I
Detrás de él, en acongojado diapasón, volvía el Albacea a su recuento de responsos, crucero, ofrendas, vestuario, blandones, bayetas y flores, obituario y réquiem —y había venido éste de gran uniforme, y había llorado aquél, y había dicho el otro que no éramos nada...— y sin que la idea de la muerte acabara de hacerse lúgubre a bordo de aquella barca que cruzaba la bahía bajo un tórrido sol de media tarde, cuya luz rebrillaba en todas las olas, encandilando por la espuma  y la burbuja, quemante en descubierto, quemante bajo el toldo, metido en los ojos, en los poros, intolerable para las manos que buscaban un descanso en las bordas. Envuelto en sus improvisados lutos que olían a tintas de ayer, el adolescente miraba la ciudad, extrañamente parecida, a esta hora de reverberaciones y sombras largas, a un gigantesco lampadario barroco, cuyas cristalerías verdes, rojas, anaranjadas, colorearan una confusa rocalla de balcones, arcadas, cimborrios, belvederes y galerías de persianas —siempre erizada de andamios, maderas aspadas, horcas y cucañas de albañilería, desde que la fiera de la construcción se había apoderado de sus habitantes enriquecidos  por la última guerra de Europa. Era una población eternamente entregada al aire que la penetraba, sedienta de brisas y terrales, abierta de postigos, de celosías, de batientes, de regazos,  al primer aliento fresco que pasara. Sonaban entonces las arañas y girándulas, las lámparas de flecos, las cortinas de abalorios, las veletas alborotosas, pregonando el suceso. Quedaban en suspenso los abanicos de penca, de seda china, de papel pintado. Pero al cabo del fugaz alivio, volvían las gentes a su tarea de remover un aire inerte, nuevamente detenido entre las altísimas paredes de los aposentos. Aquí la luz se agrumaba en calores, desde el rápido amanecer que la introducía en los dormitorios más resguardados, calando cortinas y mosquiteros; y más ahora, en estación de lluvias, luego del chaparrón brutal de mediodía —verdadera descarga de agua, acompañada de truenos y centellas— que pronto vaciaba sus nubes dejando las calles anegadas y húmedas en el bochorno recobrado. Bien podían presumir los palacios de tener columnas señeras y blasones tallados en la piedra; en estos meses se alzaban sobre un barro que les pegaba al cuerpo como un mal sin remedio. Pasaba un carruaje y eran salpicaduras en mazo, disparadas a portones y enrejados, por los charcos que se ahondaban en todas partes, socavando las aceras, derramándose unos en otros, con un renuevo de pestilencias. Aunque se adornaran de mármoles preciosos y finos alfarjes de rosáceas y mosaicos —de rejas diluidas en volutas tan ajenas al barrote que eran como claras vegetaciones de hierro prendidas de las ventanas— no se libraban las mansiones señoriales de un limo de marismas antiguas que les brotaba del suelo apenas empezaban los tejados a gotear... Carlos pensaba que muchos asistentes al velorio habrían tenido que cruzar las esquinas caminando sobre tablas atravesadas en el fango, o saltando sobre piedras grandes, para no dejar encajado el calzado en las profundidades de la huella. Los forasteros alababan el color y el gracejo de la población, luego de pasar tres días en sus bailes, fondas y garitos, donde tantas orquestas alborotaban las tripulaciones rumbosas, prendiendo fuego al caderamen de las hembras; pero quienes la padecían a todo lo largo del año sabían de sus polvos y lodos, y también del salitre que verdecía las aldabas, mordía el hierro, hacía sudar la plata, sacaba hongos de los grabados antiguos, empañando perennemente el cristal de dibujos y aguafuertes, cuyas figuras, ya onduladas por la humedad, se veían como a través de un vidrio aneblado por el cierzo. Allá en el muelle de San  Francisco acababa de atracar una nave norteamericana, cuyo nombre deletreaba Carlos maquinalmente: The Arrow...  Y proseguía el Albacea en la pintura del funeral, que había sido magnífico ciertamente, en todo digno de un varón de tales virtudes —con tantos sacristanes y acólitos, tanto paño de pompa mayor, tanta solemnidad; y aquellos empleados del almacén, que habían llorado discretamente, virilmente, como cuadra a hombres, desde los Salmos de la Vigilia hasta el Momento de Difuntos...—, pero el  hijo permanecía ausente, metido en su disgusto y su fatiga, después de cabalgar desde el alba, de caminos reales a atajos de nunca acabar. Apenas llegado a la hacienda donde la soledad le daba una ilusión de independencia —allí podía tocar sus sonatas hasta el amanecer, a la luz de una vela, sin molestar a nadie— lo había alcanzado la noticia, obligándole a regresar a matacaballos, aunque no lo bastante pronto para seguir el entierro. («No quisiera entrar en detalles penosos —dice el otro—. Pero ya no podía esperarse más. Sólo yo y su santa hermana velábamos ya tan cerca del ataúd...») Y pensaba en el duelo; en ese duelo que, durante un año, condenaría la flauta nueva, traída de donde se hacían las mejores, a permanecer en su estuche forrado de hule negro, por tener que conformarse, ante la gente, con la tonta idea de que no pudiera sonar música  alguna donde hubiese dolor. La muerte del padre iba a privarlo de cuanto amaba, torciendo sus propósitos, sacándolo de sus sueños. Quedaría condenado a la administración del negocio, él que nada entendía de números, vestido de negro tras de un escritorio manchado de tinta, rodeado de tenedores de libros y empleados tristes que ya no tenían nada que decirse por conocerse demasiado. Y se acongojaba de su destino, haciendo la promesa de escapar un día próximo, sin despedidas ni reparos, a bordo  de cualquier nave propicia a la evasión, cuando la barca arrimó a un pilotaje donde  esperaba Remigio, cariacontecido con una escarapela de luto prendida en el ala del  sombrero. Apenas el coche enfiló la primera calle, arrojando lodo a diestro y siniestro, quedaron atrás los olores marítimos, barridos por el respiro de vastas casonas repletas de cueros, salazones, panes de cera y azúcares prietas, con las cebollas de largo tiempo almacenadas, que retoñaban en sus rincones oscuros, junto al café verde y al cacao  derramado por las balanzas. Un ruido de cencerros llenó la tarde acompañando la acostumbrada migración de vacas ordeñadas hacia los potreros de extramuros. Todo olía fuertemente en esa hora próxima a un crepúsculo que pronto incendiaría el cielo durante unos minutos, antes de disolverse en una noche repentina: la leña mal prendida y la boñiga pisoteada, la lona mojada de los toldos, el cuero de las talabarterías y el alpiste de las jaulas de canarios colgadas de las ventanas.  A arcilla olían los tejados húmedos; a musgos viejos los paredones todavía mojados; a aceite muy hervido las frituras y torrejas de los puestos esquineros; a fogata en Isla de Especias, los tostadores de  café con el humo pardo, que a resoplidos, arrojaban hacia las cornisas de clásico empaque, donde demoraba entre pretil y pretil, antes de disolverse, como una niebla caliente, en torno a algún santo de campanario.  Pero el tasajo, sin equívoco  posible, olía a tasajo; tasajo omnipresente, guardado en todos los sótanos y transfondos, cuya acritud reinaba en la ciudad, invadiendo los palacios, impregnando las cortinas, desafiando el incienso de las iglesias, metido en las funciones de ópera. El tasajo, el barro y las moscas eran la maldición de aquel emporio, visitado por todos los barcos del mundo, pero donde sólo las estatuas —pensaba Carlos— paradas en sus zócalos mancillados de tierra colorada, podían estar a gusto. Como antídoto de tanta cecina presente, desembocaba de pronto, por el respiradero de una calleja sin salida, el noble aroma del tabaco amontonado en galpones, amarrado, apretado, lastimado por los nudos que ceñían los tercios de fibra de palmera —aún con tiernos verdores en el espesor de las hojas; con ojos de un dorado claro en la capa mullida—, todavía viviente y vegetal en medio del tasajo que lo encuadraba y dividía.  Aspirando un olor que por fin le era grato y alternaba con los humos de un nuevo tostadero de café hallado en la vuelta de una capilla. Carlos pensaba, acongojado, en la vida rutinaria que ahora le esperaba, enmudecida su música, condenado a vivir en aquella urbe ultramarina, ínsula dentro de una ínsula, con barreras de océano cerradas sobre toda aventura posible; sería como verse amortajado de antemano en el hedor del tasajo, de la cebolla y de la salmuera, víctima de un padre a quien reprochaba —y era monstruoso hacerlo— el delito de haber tenido una muerte prematura. El adolescente padecía como nunca, en aquel momento, la sensación de encierro que produce vivir en una isla; estar en una tierra sin caminos hacia otras tierras a donde se pudiera llegar rodando, cabalgando, caminando, pasando fronteras, durmiendo en albergues de un día, en un vagar sin más norte que el antojo, la fascinación ejercida por una montaña pronto desdeñada por la visión de otra montaña —acaso el cuerpo de una actriz, conocida en una ciudad ayer ignorada, a la que se sigue durante meses, de un escenario a otro, compartiendo la vida azarosa de los cómicos»... Después de escorarse para doblar la esquina amparada por una cruz verdecida de  salitre, el coche paró frente al portón claveteado, de cuya aldaba colgaba un lazo negro. El zaguán, el vestíbulo, el patio, estaban alfombrados de jazmines, nardos, claveles blancos y siemprevivas, caídos de coronas y ramos. En el Gran Salón, ojerosa, desfigurada —envuelta en ropas de luto que, por ser de talla mayor que la suya, la tenían como presa entre tapas de cartón— esperaba Sofía, rodeada de monjas clarisas que trasegaban frascos de agua de melisa, esencias de azahar, sales o infusiones, en un repentino alardear de afanosas ante los recién llegados. En coro se alzaron voces que recomendaban valor, conformidad, resignación a quienes permanecían acá abajo, mientras otros conocían ya la Gloria que ni defrauda ni cesa. «Ahora seré vuestro padre», lloriqueaba el Albacea desde el rincón de los retratos de familia. Dieron las siete en el campanario del Espíritu Santo. Sofía hizo un gesto de despedida que los demás entendieron, retrocediendo hacia el vestíbulo en condolido mutis. «Si necesitan de algo...»,  dijo don Cosme. «Si  necesitan de algo...», corearon las monjas... La gran puerta quedó cerrada por todos sus cerrojos. Cruzando el patio donde, en medio de las malangas, tal columnas ajenas al resto de la arquitectura, se erguían los troncos de dos palmas cuyos  penachos se confundían en la incipiente noche, Carlos y Sofía fueron hasta el cuarto contiguo a las caballerizas, acaso el más húmedo y oscuro de la casa:  el único, sin embargo, donde Esteban lograba dormir, a veces, una noche entera sin padecer sus crisis. Pero ahora estaba asido —colgado— de los más altos barrotes de la ventana, espigado por el esfuerzo, crucificado de bruces, desnudo el torso, con todo el costillar marcado en relieves, sin más ropa que un chal enrollado en la cintura. Su pecho exhalaba un silbido sordo, extrañamente afinado en dos notas simultáneas, que a veces moría en una queja. Las manos buscaban en la reja un hierro más alto del que prenderse, como si  el cuerpo hubiese querido estirarse en su delgadez surcada por venas moradas. Sofía, impotente ante un mal que desafiaba las pócimas y sinapismos, pasó un paño mojado en agua fresca por la frente y las mejillas del enfermo. Pronto sus dedos soltaron el hierro, resbalando a lo largo de los barrotes, y, llevado en un descendimiento de cruz por los hermanos, Esteban se desplomó en una butaca de mimbre, mirando con ojos dilatados, de retinas negras, ausentes a pesar de su fijeza. Sus uñas estaban azules; su cuello  desaparecía entre hombros tan alzados que casi se le cerraban sobre los oídos. Con las rodillas apartadas en lo posible, los codos llevados adelante, parecía, en la cerosa textura de su anatomía, un asceta de pintura primitiva, entregado a alguna monstruosa mortificación de su carne. «Fue el maldito incienso», dijo Sofía, olfateando las ropas negras que Esteban había dejado en una silla:
«Cuando vi que empezaba a ahogarse en la  iglesia...» Pero calló, al recordar que el incienso cuyo humo no podía soportar el enfermo había sido quemado en los solemnes funerales de quien fuera calificado de padre amantísimo, espejo de bondad, varón ejemplar, en la oración fúnebre pronunciada por el Párroco Mayor. Esteban, ahora, había echado los brazos por encima de una sábana enrollada a modo de soga, entre dos argollas fijas en las paredes. La tristeza de su vencimiento se hacía más cruel en medio de las cosas con que Sofía, desde la niñez, había tratado de distraerlo en sus crisis: la pastorcilla montada en caja de música; la orquesta de monos, cuya cuerda estaba rota; el globo con aeronautas, que colgaba del techo y podía subirse o bajarse por medio de un cordel; el reloj que ponía una rana a bailar en un estrado de bronce, y el teatro de títeres, con su decorado de puerto mediterráneo, cuyos turcos, gendarmes, camareras y barbones yacían revueltos en el escenario —éste con la cabeza trastocada, el otro rapado de peluca por las cucarachas, aquél sin brazos; el matachín vomitando arena de comején por los ojos y las narices. «No volveré al convento —dijo Sofía, abriendo el regazo para descansar la cabeza de Esteban, que se había dejado caer en el suelo, blandamente, buscando el seguro frescor de las losas—. Aquí es donde debo estar.»


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